En el cerebro es donde se soporta biológicamente el grueso de nuestra afectividad. Todo se graba en nuestro cerebro; si queremos tener una afectividad plena, tendremos que procurar que las huellas que se van grabando en nuestro cerebro sean gozosas. Esto depende del tipo de relaciones: aquellas en las que se de alternancia “dar y recibir” (ver ¿qué es la alternancia dar y recibir?) o cambios de roles amante-amado (ver ¿qué es el cambio de roles?) son las que permitirán mantener la afectividad gozosa y plena.
En la familia encontramos las relaciones en las que se da esta alternancia amante-amado, las únicas capaces de conservar nuestra afectividad gozosa. Estas relaciones son: el amor de los padres, la fraternidad (amor entre los hermanos, que se podría asimilar a una amistad) y, si es una familia de creyentes, el amor a Dios. Por eso la familia es el lugar natural e idóneo para educar la afectividad. Si en la familia abundan las relaciones capaces de conservar la afectividad se creará un estilo de vida (amoroso) del que se irán empapando los hijos y, sin darse cuenta, irán aprendiendo a comportarse de la misma manera, alternando dar y recibir.
Una afectividad plena tiene una gran recompensa: padres y educadores se ganan la autoridad. (Ver “Padres que dejan huella”).