MADRE NO HAY MÁS QUE UNA
En un parvulario, un niño le dijo a su maestra: “yo tengo dos mamás y un papá”; esta, un poco preocupada, convocó a los padres del niño para que le explicaran la situación familiar. Enseguida quedó aclarado, con ellos vivía una tía del niño. Sin embargo, el niño tenía muy claro quien era su madre, lo que ocurría era que veía a su tía mayor y todavía no conocía las distintas relaciones familiares que existen, lo que sí sabía es que no era una hermana.
Entre madre e hijo se crean unos fuertes vínculos, ya desde el embarazo, muy necesarios para ambos sobre todo en la infancia del niño, aunque estos vínculos duran toda la vida. Podemos pensar que estos vínculos se crean por la cercanía estrecha que hay entre madre e hijo, y que también se crean cuando el hijo es adoptado. Esto es cierto, ya que en la mujer hay una inclinación natural al cuidado de las personas y la maduración del cerebro del niño requiere recibir afectos de la madre, y del padre. También se crean vínculos afectivos beneficiosos.
Pero nosotros nunca podremos igualar los vínculos conseguidos por la naturaleza. En el embarazo existe un delicado diálogo molecular que permite una simbiosis perfecta entre madre e hijo. Es evidente que el hijo se alimenta y desarrolla gracias a todos los nutrientes que recibe a través de la sangre de la madre, pero el hijo también hace aportación a la madre; con cada embarazo, algunas células jovencísimas del hijo (células madre o troncales) pasan al cuerpo de la madre dejando en ella memoria de la vida compartida con el hijo, y a través de él también del padre. Además, la segregación de hormonas produce unos cambios en el cerebro de la madre, deja unas huellas que la predisponen a cambiar sus reacciones y prioridades en la vida; es conocida la habilidad que tienen las madres para hacer una rápida lectura de lo que les ocurre a los niños.[1]
Los vínculos creados con los hijos adoptados, o con otros niños, nunca podrán alcanzar este “plus” que nos da la naturaleza. Sin embargo, pueden ser muy valiosos y permitir que niños, que en principio no tenían la posibilidad de crecer con sus padres naturales, puedan vivir en una familia que les quiera y les ayude a alcanzar la madurez y equilibrio emocional necesarios para un buen desarrollo y poder desenvolverse en la vida.
[1] “Cerebro de mujer y cerebro de varón”. Dra. Natalia López Moratalla. IV Congreso Internacional de la Familia; Universidad de La Sabana. Abril 2008.